jueves, 31 de diciembre de 2015

Rencor, venganza e incultura


La decisión de cambiar los nombres de calles madrileñas dedicadas a personajes destacados del franquismo y la rebelión militar de 1936 ha dado lugar a un sinfín de críticas en medios conservadores. Todos coinciden en denominar el acto de revanchista y rencoroso. Además, según estos críticos, es una prueba de ignorancia e incultura.

Cuando hablan de incultura se refieren a los errores en la descripción biográfica de algunos personajes que dejarán de ser homenajeados en las calles. Incultura es una palabra excesiva, aunque es cierto que hay errores, algunos graves y ya subsanados. Los errores, en este caso, son especialmente perjudiciales porque acaban siendo utilizados por parte de la ultraderecha para machacar una iniciativa loable. 

En un contexto distinto, esto es lo que ha pasado con una concejal de IU que definió a Pemán como "fascista, asesino y misógino". Los primeros dos términos son incorrectos históricamente o al menos muy poco precisos. Y lo peor es que son innecesarios, porque uno puede perfectamente colocar al individuo en su lugar con datos históricamente objetivos y contrastables: "vulgar poeta, dramaturgo mediocre y articulista ligero. Un autor menor que brilló en la peor época de la historia de España, el franquismo, dada su afección al régimen". Una afección que solo se puede calificar de servilismo abyecto, como han demostrado, entre otros, Antonio Cazorla. Como dice Jorge M. Reverte, a Pemán no hace falta buscarle acusaciones, basta con leer sus poemas. 

Criticar el pasado requiere rigor. 

Ahora, ese requerimiento no justifica la moción a la totalidad. Los personajes que acaban de perder sus calles en Madrid no merecen ser conmemorados en una democracia. Como mínimo, porque los valores que rigen nuestra vida política difieren radicalmente de los suyos. De la misma manera que no dedicamos calles a Atila, a Calígula o a Servio Sulpicio Galba, no se la debemos dedicar a los hermanos García Noblejas. Porque toda la historia debe ser recordada, pero no toda debe ser conmemorada. Este es un matiz que parece escapar a muchos. La conmemoración es históricamente contingente: conmemoramos aquello que creemos que debe ser alabado porque representa actitudes cívicas y valores morales que consideramos ejemplares. Por eso hay un monumento a Gandhi en Londres y una placa a José Martí en Madrid, pese a que ambos lucharon contra los imperios en cuyas capitales ahora se les honra. 

Entre todos los comentaristas, Alfonso Ussía merece un comentario, porque es particularmente representativo del pensamiento ultraconservador y sus paradojas. En su artículo de La Razón escribe:
Eliminar la calle del heroico Capitán Cortés, defensor del Santuario de la Virgen de la Cabeza, en la sierra de Andújar, es un insulto innecesario a la Guardia Civil. Eliminar la calle del General Millán-Astray, militar monárquico, fundador de la Legión, es un insulto a quienes van a cumplir el primer centenario del Tercio, que tan brillante papel lleva ejerciendo, durante décadas en sus misiones internacionales. La Guardia Civil y la Legión representan la ley, el orden y la lealtad institucional la primera, y el heroísmo, la abnegación y el deber el segundo.
Daré la razón a Ussía para poder desmontar su argumento: la Guardia Civil y la Legión representan efectivamente la ley, el orden y la lealtad institucional, el heroísmo, la abnegación y el deber. Si partimos de estas premisas, entonces más que nunca desearíamos eliminar del callejero al Capitán Cortés y a Millán-Astray, pues ambos rompieron con lo que se esperaba de los cuerpos a los que servían: defender la ley, el orden, las instituciones, etc. Porque el señor Cortés sería un gran héroe, pero incumplió la ley y se levantó contra un régimen constitucional y democrático. Y Millán-Astray en vez de defender al gobierno legalmente constituido puso sus tropas al servicio de la sublevación. La Guardia Civil y la Legión, de hecho, deberían ser las primeras en pedir que se deje de conmemorar a dos personajes que traicionaron claramente la misión que se les había encomendado. Derrocaron la ley, fomentaron el desorden, fueron desleales e incumplieron su deber. No hace falta ser de izquierdas para querer que estos personajes pierdan su lugar en el espacio público. 



Guardias civiles en Santa María de la Cabeza recordando la sublevación en 1950.

De la misma manera, no es necesario ser de derechas para opinar que una calle dedicada a Santiago Carrillo es muy desafortunada. Y en esto tiene razón Ussía. La investigación histórica ha dejado claro que Carrillo desempeñó un papel en uno de los peores crímenes contra la humanidad que tuvieron lugar en la guerra: las masacres de Paracuellos. Eliminemos pues, el paseo que este político tiene en Getafe. Ninguna víctima merece que se conmemore a sus verdugos.



Reinhumación de asesinados en las masacres de Paracuellos.

Sugiere Ussía que en vez de eliminar, añadamos. Que añadamos grandes personajes republicanos a los "grandes" personajes que ya se conmemoran desde la dictadura. El problema es que encontrar personajes conmemorables en el bando vencedor es difícil, porque sus valores, por definición, van contra los nuestros (recordemos algunos: libertad de conciencia y expresión, libertad de asociación, división de poderes, estado aconfesional, etc). Desde luego, ninguno de los que ahora pierden calle merecen estar ahí. Además, añadir a Azaña junto a Millán-Astray (vamos a darlo por "grande") significa que valen lo mismo. Y no es así. No bajo ningún parámetro democrático.



Si queremos conmemorar a alguien del bando sublevado, porque hasta entre los franquistas hubo gente decente, recordemos a personas como Sebastián Romero Radigales, Julio Palencia Tubau o Bernardo Rolland de Miota, diplomáticos del régimen que salvaron a miles de judíos del Holocausto. Porque sus acciones representan valores que todos compartimos o deberíamos compartir.

Los ultraconservadores no se dan cuenta de que eliminar las trazas de la dictadura supone un acto orientado a la cohesión, no a la venganza. Porque venganza sería sustituir la calle Millán Astray por la calle André Marty o Enrique Líster, cosa que no va a suceder. Cambiar el callejero es un acto que nos debería unir como sociedad porque refuerza lo que compartimos en democracia y destierra lo que atenta contra ella. 

Y si aún así los defensores de la memoria franquista insisten en llamarnos rencorosos, aceptemos esta etiqueta: el escritor Jean Améry nos daría la razón. Este superviviente del exterminio nazi demostró de forma contundente que el resentimiento de las víctimas es mucho más noble que el heroísmo de los verdugos. 

martes, 29 de diciembre de 2015

Mantenimiento de trinchera


Así NO era la vida cotidiana en las trincheras de la Guerra Civil.

Las trincheras son para pegar tiros y defenderse. Sin embargo, esto no es lo que los soldados hacían la mayor parte del tiempo. En realidad, en lo que los combatientes de ambos bandos invertían más esfuerzos era en tareas de mantenimiento.

Este no es un asunto menor. Un grupo de arqueólogas feministas viene llamando la atención desde hace años sobre la importancia de las tareas de mantenimiento: desde limpiar una casa a cocinar. Estas actividades han sido muy descuidadas tradicionalmente por parte de los arqueólogos, que estaban más preocupados en asuntos como la organización social, la guerra o las costumbres funerarias que en aspectos cotidianos que parecen a primera vista irrelevantes. En realidad, como demuestran estas arqueólogas, no lo son en absoluto. Sin actividades de mantenimiento no hay posibilidad de reproducción social.

Las arqueólogas feministas han señalado que el desinterés por estas labores cotidianas se debe a que, al contrario que otras actividades de tipo político o religioso más llamativas, se encuentran en manos de las mujeres y de grupos subalternos (como los esclavos o siervos en sociedades estatales). El caso de los contextos que nosotros excavamos es bastante peculiar, porque tareas habitualmente femeninas como la limpieza o la cocina corrían generalmente a cargo de hombres -especialmente en primera línea del frente. 


Herramientas de la posición franquista de El Castillo (Abánades, Guadalajara): sierra improvisada, alicates, lezna y cincel.


Pese a ello, también han quedado olvidadas por la historiografía. El énfasis se ha puesto en aspectos políticos y económicos de la guerra, el desarrollo de grandes operaciones militares y en los episodios de combate. Pero sobre el tiempo que los soldados no estaban pegando tiros y los políticos discutiendo se ha escrito bastante menos. De hecho, esta es una de las razones de que estudiar arqueológicamente la Guerra Civil sea pertinente.


Mazo para construir trincheras. Posición franquista de El Castillo (Abánades, Guadalajara.

Porque lo que nosotros detectamos en el registro arqueológico es, en buena medida, tareas de mantenimiento: desde el campo de batalla a los cuerpos de los combatientes.
Restos de una pala utilizada para construir y arreglar las trincheras republicanas de la Ciudad Universitaria (Madrid).

Algunas de las tareas si han pasado a la mitología de la guerra por la peligrosidad que implicaban: es el caso de los tendidos de cable telefónico o de alambre de espino, que podían resultar letales. La mayor parte del tiempo, sin embargo, los soldados rehacían las trincheras de tierra que se derrumbaban, reconstruían los parapetos de piedra que destrozaban los morteros y limpiaban los refugios. Algunas de las tareas tenían un papel importante no solo para el mantenimiento físico del campo de batalla, sino también el mantenimiento psicológico de los soldados. Realizar trabajos manuales era una forma de soportar la terrible monotonía de las trincheras. 


Sierra encontrada en las trincheras republicanas de la Ciudad Universitaria.

Si bien el arte de trinchera español no alcanzó las cotas del de la Primera Guerra Mundial, tenemos algunos ejemplos muy llamativos, como por ejemplo estas piezas de ajedrez realizadas con cartuchos de 7,92 mm:


El virtuosismo artesano no se reducía a los objetos muebles. Las tareas de mantenimiento fueron mucho más allá de las meras necesidades funcionales en la construcción de fortines y otros elementos defensivos en los frentes más estáticos. Buena muestra de ello son las espectaculares defensas de Fresnedillas de la Oliva (Madrid), donde el mantenimiento se convirtió en un arte.


viernes, 11 de diciembre de 2015

La verdad de las bombas



Inevitablemente, las bombas nos fascinan. Tanto es así que algunos las coleccionan, infringen la ley y ponen en riesgo su integridad física e incluso su vida. Cuando damos con ellas durante nuestras investigaciones arqueológicas, son siempre un hallazgo emocionante: todo el mundo acude a verlas con una mezcla de atracción y miedo. Lo que nos atrae es esa capacidad de destrucción enorme en un contenedor tan pequeño. También el hecho de que ese artefacto del pasado (a veces ya remoto) siga activo ahora en el presente y continúe siendo tan peligroso hoy como hace 80 años. Las granadas de artillería, además, son una figura icónica de la guerra contemporánea: no han cambiado mucho desde 1914. Por eso, todos sabemos lo que significan sin necesidad de mayor explicación. Esto es lo que los filósofos denominarían "anámnesis". Una forma inmediata de comprender la historia, de golpe.

¿Pero comprendemos realmente? No del todo. Existe un límite a nuestra imaginación. Nos cuesta visualizar el daño que causan las bombas y aún si lo visualizamos, no podemos sentir el dolor, ni oler la heridas. Por eso a veces conviene recordar el efecto del alto explosivo. Porque si no lo hacemos, corremos el riesgo de convertir la guerra en un juego inofensivo. 

Bombardeo del mercado de Sarajevo, 1994.

Lo queramos o no, la guerra la trivializan los recreadores, que reconstruyen batallas incruentas como si fueran un juego de rol; también los historiadores militares, al describir operaciones bélicas a modo de partida de ajedrez, y los arqueólogos, cuando encontramos estos artefactos con el aspecto ya de antigüedades arcaicas y los exponemos al público como tales. Quiénes han vivido bajo las bombas sí comprenden lo que significan. Se puede argumentar que es obsceno enseñar imágenes de cuerpos rotos. Pero personalmente considero que es más obsceno contar la guerra como si no mutilara y deformara a la gente, como si fuera apenas una especie de deporte de riesgo. 


Gueules cassées, caras rotas: víctimas de la artillería en la Primera Guerra Mundial.

El escritor Henri Barbusse, que vivió bajo el fuego artillero en la Gran Guerra, nos dejó una buena descripción de su efecto en las personas. El autor le pregunta a un compañero, Marchal, que acaba de volver de primera línea por el resto de los camaradas. La mayor parte han caído víctimas de las bombas:

"-Barbier ha muerto.
 -Nos lo han dicho ¡Barbier! 
 -Fue el sábado, a las once. Tenía la parte de abajo de la espalda arrancada por el obús, dijo Marchal, y como cortada por una cuchilla. Besse recibió un trozo de obús que le atravesó el vientre y el estómago. A Barthélemy y Baubez les alcanzaron en la cabeza y el cuello. Nos pasamos toda la noche corriendo al galope por la trinchera, de un lado a otro, para evitar las ráfagas. El pequeño Godefroy ¿lo conoces? La mitad del cuerpo arrancado: se vació de sangre en el sitio, era extraordinario toda la sangre que tenía; hizo un arroyo de al menos cincuenta metros en la trinchera. Gougnard tenía las piernas como carne picada por los fragmentos. Cuando lo recogimos no estaba muerto del todo".
(Henri Barbusse, Le Feu. Journal d'une Escouade. Paris, 1916.)

Los monumentos de la Primera Guerra Mundial se olvidaron de lo que fue verdaderamente el conflicto. En vez de sangre y visceras, presentaron figuras épicas y sentimientos sublimes de heroicidad y gloria. Irónicamente, la guerra reclamó realismo al arte al menos en un caso. En Trévières el monumento a los caídos erigido tras la Gran Guerra mostraba una típica figura femenina idealizada. Durante la batalla de Normandía, treinta años después del comienzo de la Primera Guerra Mundial, un proyectil impactó en la estatua y la convirtió en una gueule cassée. Ahora sí es un recordatorio de la violencia real de la guerra.


lunes, 7 de diciembre de 2015

La materialidad de la violencia


Dice Olivier Ranzac que para visualizar la violencia política del siglo XX llega con un trozo de alambre de espino. Y no le falta razón. Esta tecnología de mediados del siglo XIX ha quedado estrechamente vinculada a la brutalidad contemporánea: las alambradas se utilizaron primero para expropiar a los nativos norteamericanos de sus tierras, que fueron ocupadas por rancheros blancos; posteriormente se usaron para defender las trincheras de la Primera Guerra Mundial y en ellas quedaron colgados los cadávares de cientos de miles de combatientes; tras la Segundad Guerra Mundial el alambre ha quedado fijado en nuestra imaginación como metáfora material del Holocasuto. 

El alambre de espino de los campos de batalla, de concentración y de exterminio hace referencia a la violencia física moderna y en concreto a sus efectos más evidentes: la creación de distancias, barreras y zonas de control y exclusión. Sin embargo, la violencia moderna se caracteriza por otros dos elementos fundamentales: la proliferación de formas de violencia simbólica y la burocratización. 

La burocracia, entendida como un sistema eficiente y racional, es un elemento clave del estado moderno -como señaló en su día el sociólogo Max Weber. El problema es cuando la eficiencia y racionalidad burocráticas se ponen al servicio de la violencia extrema. Esto es lo que sucedió en la Alemania nazi: en opinión de Zygmunt Bauman, la burocracia fue un elemento clave en el éxito del genocidio perpetrado por los nazis, más que el antisemistmo (la burocracia alemana funcionaba perfectamente; el antisemitismo, en cambio, no: muchos alemanes no eran antisemitas o no hasta el extremo de albergar intenciones genocidas). A una escala diferente, la burocracia fue fundamental en muchas otras dictaduras. 

En el caso del franquismo, la materialidad de la violencia no la forman solo los paredones donde se fusilaba, el alambre de los campos de concentración o los muros de las prisiones. También son parte de la violencia los papeles de la dictadura: los que condenaban a alguien a 30 años de cárcel o lo dejaban en libertad vigilada. Papeles como el que ilustra esta entrada marcaron a la gente tanto como la estrella de David a los judíos del Reich. Los documentos de condena son metáforas de una violencia física real: la que lleva al reo al paredón y acaba con su vida. Los documentos de puesta en libertad son ejemplos de violencia simbólica, porque, sin necesidad de provocar un daño físico, agreden -y mucho, porque causan un daño moral duradero. De hecho, a través de la estigmatización que provocan y que se prolonga en el tiempo pueden ser más efectivos políticamente que las balas. 



En el documento de la fotografía se observa otro efecto de la violencia simbólica de la burocracia franquista. Se trata de lo que podríamos denominar "violencia historiográfica". Desde los inicios de la guerra, los sublevados se vieron en la necesidad de legitimar su postura. Para ello nada mejor que acusar a los otros del crimen que ellos habían perpetrado: rebelión militar. La persona a la que se refiere el documento fue condenada a treinta años de cárcel por rebelión militar (cumplió siete). Era un ferroviario sindicalista de UGT cuyo delito fue su afiliación política y haber permanecido fiel a la República. La fidelidad se convirtió en rebelión.

Es natural que debatamos sobre las raíces de la Guerra Civil Española, que no nos pongamos de acuerdo sobre todos los factores y actores que influyeron en su desencadenamiento, sobre las violencias de unos y de otros. Pero aceptar las tesis de la dictadura, de forma explícita o implícita, y acusar a los republicanos del origen de la guerra es perpetuar la violencia simbólica e historiográfica que iniciaron los sublevados en julio de 1936.