martes, 4 de diciembre de 2012

La bandera invisible


Nuestro equipo se encuentra trabajando en los cuarteles de invierno  (parafraseando un delicioso libro de Xuán Bello, también son los cuarteles de la memoria). Las antropólogas Andrea y Candela y las restauradoras Yolanda y Sabela dedican horas y horas de investigación minimalista para analizar el mínimo detalle de los objetos arqueológicos y los restos óseos de personas que cayeron en el frente o bajo las balas asesinas de la represión. El poder de los objetos es inmenso, y no hablamos únicamente de su capacidad de sugestión. Mientras trabajamos en la memoria de excavación de Castuera, ha caído en nuestros manos un libro impresionante: La bandera invisible, del alemán Peter Bamm (1897-1975). Este cirujano estuvo destinado en el Frente del Este y recogió en esta obra su experiencia médica. Es la obra maestra de un cirujano culto y humanista. El primer capítulo de este libro imprescindible se titula Una pequeña lámina de acero cromado, y en él podemos leer lo siguiente:

Un hombre cae herido: una persona. En esa fracción de segundo en la que el disparo le alcanza, ese hombre es eliminado de la línea de combate. A partir de ese momento se convierte en un pedazo de criatura indefensa. Hasta entonces toda su energía se había dirigido hacia adelante, hacia la resistencia frente al enemigo, que se dibuja como una línea moral imaginaria sobre el terreno, en un lugar todavía desconocido. En aquel estado se hallaba totalmente volcado hacia fuera, hasta perder la conciencia de sí mismo. En cuanto cae herido recobra el sentido de su personalidad. Su propia sangre le despierta la conciencia de sí. Apenas un segundo antes, todavía estaba empeñado en cambiar el curso de la historia universal, un segundo después ni siquiera es capaz de ayudarse a sí mismo. ¡Qué inmensa caída!
Pasan las horas y la noche se echa encima. Un miedo oscuro lo sobrecoge. ¿Se irá a desangrar? ¿Lo encontrarán? ¿Lo volverán a herir? ¿Atacará de nuevo el enemigo? ¿Caerá en manos de los rusos?
¡Qué eternidad hasta que unos cuantos soldados lo arrastran un corto espacio de terreno hacia atrás! En el hueco abierto por alguna granada o en un primitivo búnker se encuentra la avanzadilla de la ciencia, el héroe hipocrático: el médico de la tropa. Ahí, el herido es vendado, entablillado, se le aplica un torniquete, una inyección contra el dolor. Luego vuelve a yacer en cualquier lugar y no se sabe si será transportado. Por fin se lo llevan otra vez un poco más hacia atrás. Más tarde lo meten en una ambulancia. Y de nuevo yace en cualquier lugar, entre muchos, muchísimos otros heridos; en una triste penumbra, en un terrible mutismo, interrumpido sólo por suspiros. Finalmente, se lo vuelven a llevar. Y sólo en el momento en el que cae bajo el cono de la luz de la lámpara de operaciones deja de ser una criatura indefensa para convertirse en un paciente, un patiens, alguien que sufre. Vuelve a ser una persona. Ese pedazo destrozado de criatura sucia y sangrante, cuando sale del cono de luz de la lámpara de operaciones, está atendida.
Ese pequeño milagro se cumple gracias a una pequeña lámina de acero cromado que pesa menos de cincuenta gramos. El pequeño trozo de acero cromado es el bisturí, el cuchillo de la cirugía, el cuchillo de Aristóteles.

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